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OBSERVA, Y DEJA QUE SUCEDA.

Irene Calvo (Lic. Historia del Arte)

 

    Nada más cruzar el umbral de la puerta del estudio de Gustavo Díaz Sosa, comprendo que estoy ante algo más que un espacio de trabajo y me inunda una extraña e inesperada sensación de paz que crece a medida que me adentro en el amplio sitial. Mientras saludo al artista, quien me recibe sonriente, el olor a incienso me envuelve y quedo hipnotizada por la luz que entra a borbotones por las ventanas salpicando la diáfana sala.

    Nico, el perro de Gustavo, acude a nuestro encuentro y, como un silencioso guía, nos conduce hasta el centro de la sala. Es un perro grande y tranquilo, de color amarillo pálido y blanco roto que parece formar parte de la misma gama cromática de las obras de Gustavo. Incluso las manchas de carboncillo que lleva en su cabeza, fruto de las caricias del artista, le otorgan ese carácter pictórico.

    En un primer vistazo observo lienzos de grandes dimensiones apoyados en las paredes, como un público pasivo que asiste a mi visita. En ellos los ocres, rojizos y otros colores cálidos predominan y plasman grandes arquitecturas dibujadas en negro carbón que me resultan familiares e insólitas al mismo tiempo y, en ocasiones, aparecen habitadas por pequeñas figuras humanas que me hacen pensar en nuestra insignificancia. En la pared de la derecha, una estantería con botes de pintura de los colores que antes he detectado en los cuadros. Está llena de tarros de barniz, disolventes y unas baldas con cajas de herramientas y otros utensilios. Unos papeles penden de una de las baldas y reconozco en ellos algunos de los grabados de Gustav Doré inspirados en La Divina Comedia de Dante Alighieri. A su lado, escrito con carboncillo, directamente sobre la pared, leo:

"Nunca olvides: Cuando no sepas qué hacer y tengas miedo, no hagas nada.

Pon freno a tu boca y a tus emociones y solo OBSERVA.

OSERVA y DEJA QUE SUCEDA, CONFÍA"

 

    Hay más textos sobre las paredes, pero pienso en este como una pequeña guía para adentrarme en el estudio del artista y su proceso de trabajo, así que comienzo a observar y dejo que todo suceda.

    Ante mí encuentro una mesa; un tablero de madera que claramente se utiliza como superficie de trabajo. Sobre ella advierto una mezcla casi caótica de materiales de dibujo, papeles rotos manchados y botes de lo que me parecen tintes poco ortodoxos en bellas artes. Todo está cubierto casi por completo de gotas de pintura. Me doy cuenta de que el tablero está plagado de apuntes; palabras sueltas y frases de cierta longitud escritas con premura como respondiendo a una necesidad expresiva, igual que la que he leído antes en la pared. Pienso en si son pensamientos propios del artista y en qué circunstancias surgen.

    El suelo está manchado por completo de pintura. Pequeñas millones de gotas junto a grandes manchas de color blanco, beis y almagre. Mi mirada recorre estas constelaciones de salpicaduras y derrames que evidencian una parte del proceso de trabajo del artista cuando, de repente, mis ojos topan con un gran lienzo tumbado en el suelo como si fuera un paciente esperando que el cirujano continúe con la operación. Aunque aún en proceso, se puede discernir fácilmente el dibujo de una estructura circular, levantada sobre altísimos arcos de medio punto que dan paso a sucesivas plantas, también sostenidas por redondeadas arcadas que me remiten automáticamente al románico, a pesar de que el estilo arquitectónico del dibujo es deliberadamente ecléctico. El edificio, que por momentos me parece la escenografía de un ambicioso teatro, conecta con una especie de rampa abocetada que arranca desde el suelo hasta uno de los pisos superiores. Quizá esta asociación estilística se deba a la música que resuena en la estancia, el Himno de los Querubines, de la obra Liturgia para San Juan Crisóstomo de Piotr Ilytch Tchaikovsky, un canto coral que me llena de sosiego.

    A mi izquierda, un enorme caballete cubierto de pintura se erige majestuoso, como un obelisco en mitad de una planicie. Al fondo, una fila de mesas de metal junto a la pared y sobre ellas un pequeño botafumeiro del que asoma el humo del incienso prendido y una vieja botella de vidrio azul con una vela encendida en su cuello. Un poco más atrás descubro otros recipientes utilizados como improvisados candelabros y que aún conservan las estalactitas de cera formadas por cirios ya consumidos. Advierto también la calavera de un animal con grandes cuernos enroscados y cuadernos con las esquinas levantadas evidenciando su uso y el paso del tiempo. Dibujos de Gustavo cubren las paredes, reconozco sus trazos en los paisajes inhabitados con arquitecturas circulares y apuntes de esqueletos de animales y otros humanoides. Igualmente, decenas de láminas con varias representaciones de la torre de Babel y otros templos antiguos, dibujos de anatomías y varias reproducciones de obras de William Blake. Este rincón cargado, aunque ordenado, me conecta en un primer momento con los wunderkammer, gabinetes de curiosidades del siglo XVIII; no obstante, entiendo que no solo se trata de una acumulación de referencias, símbolos y utensilios, cada una de estas imágenes forma parte de la ceremonia creativa de Díaz Sosa y su entendimiento del arte como una expresión mística.

    Entre las piezas que colman este espacio del estudio, me paro a observar detenidamente una obra, un dibujo adherido sobre un trozo de madera rectangular. Los trazos revelan dos figuras semiesqueléticas enfrentadas. A la izquierda un cadavérico cuerpo masculino porta una espada y a sus pies se puede leer «Él, la espada»; a la derecha otro personaje con atributos femeninos sostiene en su mano una copa, sobre su cabeza se lee «Ella, el cáliz». Están dibujados sobre un fondo manuscrito. En el reverso de la pieza, que es giratoria, se aprecia un personaje andrógino con un aire etéreo. Rápidamente entiendo que no es casualidad que la obra tenga anverso y reverso, ya que existe una conexión entre los dos dibujos que alberga esta madera. La figura andrógina alude a la divina creación humana a imagen y semejanza de Dios, un ser masculino y femenino a la vez. En algunas fuentes nombrado como Rebis, del latín «cosa doble», primigenio y tan poderoso como el propio Creador, por lo que, para debilitarlo, decidió separarlo en dos cuerpos diferentes: un hombre y una mujer, matéricos, frágiles y mortales. En la superficie donde se hallan las dos figuras, el artista ha escrito parte de esta historia junto a una serie de preguntas que cuestionan si el ser andrógino fue separado por imposición o elección. En la alquimia espiritual, donde todo está compuesto por lo femenino y lo masculino, ser conscientes de esta dualidad y aplicarla es la clave. ¿Quizás Rebis fue tan poderoso que eligió dividirse en dos? Esta relación alquímica entre los dos géneros es una constante bien discreta en la obra de Gustavo. En otra pieza a modo de retablo tríptico y de técnica similar, encuentro una representación cabalística del Árbol de la Vida. En la pieza central, más alargada que las de los laterales y con extremos romos, destaca una gran torre de Babel en construcción y cuyo dibujo está abocetado. Sobre ella, aparece la figura de un ser arrodillado que mira hacia abajo y porta un compás en su mano derecha como trazando la escena que queda a sus pies. En la parte inferior de la torre, otro ser, pero éste recostado y alzando su brazo hacia arriba como quien suplica. En la pieza del lateral izquierdo un personaje femenino señala hacia la parte inferior de la composición; en el lateral derecho, un cuerpo masculino indica con su índice el cielo. Todos los elementos de la composición están conectados a través de una serie de líneas rectas y diez circunferencias. Se trata de una interpretación personal del artista acerca el árbol sefirótico. En su centro, justo donde se eleva la torre, se esconde Daath, la sefirá del Conocimiento que solo es posible cuando Kéter, sefirá de la divina esencia, entra en contacto con Maljut, sefirá de la forma y la materia.

    Tras esta reflexión reparo en otro trozo de madera de color claro y manchado de carboncillo en la que se puede ver grabado en rojo las siglas V.I.T.R.I.O.L.. Debajo se puede leer «Visita Interiora Terrae Rectificando Invenies Occultum Lapidem». Como casi todo en este taller, no resulta un hallazgo azaroso. El acrónimo, compuesto de siete letras –y el número siete y su carga esotérica tampoco es aleatorio–, es una palabra relacionada con la alquimia y sus procesos transmutadores. En ocasiones representada por una estrella de siete puntas, la palabra V.I.T.R.I.O.L. también hace referencia a los puntos de energía del cuerpo humano, a la polaridad femenina y masculina o el mundo espiritual y el terrenal, entre otros significados. Su traducción del latín, «Visita el Interior de la Tierra y Rectificando Encontrarás la Piedra Oculta», se me antoja como statement de la obra de Gustavo. Sus trabajos son fruto de un viaje interior, de un proceso de autoconocimiento desarrollado a lo largo de años y al que podemos asistir desde sus primeras obras, donde ya asomaban unas incipientes arquitecturas imaginarias frente a figuras humanas perdidas y confusas; pasando por paisajes inhóspitos, animales, acumulaciones de figuras humanas nómadas, o las primeras estructuras que interactuaban con los personajes que habitan sus telas y dibujos. V.I.T.R.I.O.L. habla de ese viaje interior a la tierra, al centro de lo que somos, a nuestro ser más puro y el proceso de ensayo-error por el que debemos pasar hasta llegar a comprender quiénes somos y a qué venimos a este mundo. Esa piedra oculta que, si bien no nos proporciona las respuestas, sí nos da acceso a las cuestiones adecuadas.

    Mientras recorro lentamente el estudio pienso en que esta podría ser mi visita al interior de la tierra, mi V.I.T.R.I.O.L. personal. Recuerdo el texto que he leído en la pared, observo y dejo que suceda.

    Al fondo de la estancia una pared pintada de un naranja vibrante me sorprende por su contraste con el resto de los muros de colores neutros. En ella hay colgados algunos dibujos de Gustavo de grandes dimensiones. Uno de ellos muestra una gran estructura tubular con dos recodos, frente a ella una pequeña figura humana parece vacilar ante la idea de entrar. En otro dibujo puedo ver una escena que parece representar un extraño ritual: un grupo de figuras humanas ataviadas con túnicas se reúnen en torno a unas escaleras que descienden en la tierra… Un viaje al interior.

    Dos grandes dibujos reclaman mi atención: en uno se puede ver una de esas arquitecturas imposibles tan características del artista; en el otro, de nuevo aparecen calaveras de animales. Parecen marcar una dicotomía en la obra de Gustavo, un binomio muerte/vida cuyos límites son difusos en ocasiones.

    El artista ha permanecido cerca de mí mientras he ido recorriendo con mi cuerpo y mis sentidos su estudio. Ha sabido darme el tiempo y el espacio necesarios para poder entender o, al menos, intuir todo lo que me rodea. Su actitud es de acompañamiento, pausado y paciente. Nuestras miradas se cruzan por primera vez desde que entré y sin necesidad de expresarlo oralmente, comprende que estoy lista para comenzar a hablar. Gustavo me cuenta que sigue una rigurosa rutina cada mañana que empieza con encender una vela y prender el incienso. Después, hace sonar la música y realiza un ejercicio de meditación bajo la atenta mirada del can. Tras este proceso que, por la forma en que lo describe, parece casi invocativo, da comienzo su jornada.

    A la hora de realizar una obra, Gustavo establece un diálogo mudo con el cuadro: «A veces me paso un día entero con un lienzo en blanco en el caballete. Me siento enfrente, acaricio a Nico, tomo un café, escucho la música y lo miro, no hago nada más. Conecto con el lienzo y conecto con el lugar de donde vienen las ideas». Cabe destacar que, a pesar de que la realización de bocetos forma parte del proceso creativo del artista, cuando Díaz Sosa llega a la tela no parte de un boceto previo, sino de la necesidad de transmitir una idea. «En este punto siento como si experimentase una especie de canalización. No soy consciente aún de dónde viene, ni por qué, pero sé que mi misión en ese momento es comenzar a dibujar». Todo comienza con el primer trazo de carboncillo sobre el lienzo; para entonces el diálogo ya se ha establecido y arranca un proceso casi performativo, en el que obra y cuerpo se comunican sin palabras, a través de gestos, materiales y sensaciones: «Durante ese proceso entro en un nivel de concentración que disfruto mucho. Todo se vuelve silencioso alrededor. Es cierto que no siempre sucede, pero sí busco que suceda». 

    Paralelamente a este diálogo entre el lienzo y el pintor, surge un cuestionamiento interior por parte del artista para determinar cuándo dar por finalizado el proceso de creación. Este paso, aunque parece sencillo, alude a la capacidad de escucha del creador sobre las necesidades del cuadro y exige un equilibrio entre imposición e intuición. Gustavo recuerda una anécdota que le ocurrió cuando todavía era estudiante y que ha marcado su producción en este sentido: «Estaba trabajando en una pieza que me encantaba y sentía que, aunque no estaba académicamente terminada, porque solo eran trazos a carboncillo, debía dejarla tal como estaba. Como no sabía cómo proceder, pedí opinión a mi tutor y él me dijo: lo difícil no es hacer la obra, sino saber cuándo acabarla. A pesar de este consejo y de sentir que la obra estaba finalizada, me empeñé en continuar trabajando para cumplir con los pasos que me había establecido la Academia. Al poco entendí que había cometido un error: el cuadro se había convertido en una pieza correctamente ejecutada, pero fría. No vibraba, no me hacía sentir nada. A partir de ese momento empecé a atreverme a dejar las piezas  “inacabadas”, y a escucharlas para saber cuándo debo parar». Ese primer paso del artista al hacer caso a su sentir y su comunicación no verbal con la obra es lo que ahora podemos percibir en sus piezas como honestidad y lo que enriquece su discurso. Cada elemento de cada obra de Gustavo está ahí porque debe estar, nada es gratuito, nada es porque sí, todo responde a un proceso de búsqueda y a los hallazgos de esta investigación.

    El proceso de trabajo que Díaz Sosa desarrolla en la actualidad me hace pensar en esta anécdota que ha recordado. El artista empieza realizando esa conexión con el lienzo de la que hablaba antes, canalizando esas ideas, buscando ese estado místico sensorial. El cuadro reposa sobre el caballete esperando el primer trazo que desatará todo el proceso creativo. Tras un primer contacto que se podría clasificar como académico y en el que el artista establece las bases de la obra, el diálogo entre creador y cuadro comienza a producir fricciones hasta que el lienzo es destronado del caballete y termina sobre el suelo. Ahí es donde el diálogo se vuelve físico y el proceso creativo se aleja de lo establecido para acercarse a un plano más íntimo, personal y espiritual. En este punto el artista accidenta el lienzo, esto es: modifica la superficie añadiendo papel, cola de conejo, agua, disolventes o pintura, entre otros, para crear nuevas texturas. Deshace el dibujo con la mancha y vuelve a confirmarlo posteriormente en «un proceso de búsqueda de la vibración perfecta». Él mismo define este paso como «un ritual litúrgico» y, haciendo referencia al principio hermético de vibración  –nada está inmóvil; todo se mueve; todo vibra– siente y sabe, que la acción físico-espiritual que ejerce durante todo el proceso creativo sobre el lienzo, aplica una vibración al cuadro que el espectador puede sentir al contemplarlo. Por eso, ante sus obras no nos planteamos en un primer momento cuestiones como si están inacabadas o si las arquitecturas que muestran responden a cánones reales, sino que surgen inquietudes sobre el destino de las figuras humanas que las transitan o sensaciones tan intensas como dispares: calma, incertidumbre, esperanza o curiosidad.

    No obstante, a pesar de seguir este ritual para cada una de sus piezas, hay algunas que no terminan de satisfacer al artista. Bien porque no se ha conseguido llegar a ese estado de concentración absoluta –goce– durante el proceso de trabajo, bien porque el diálogo entre la obra y el artista no ha sido fluido en algún momento. Cuando esto sucede, Gustavo deja a la obra reposar y establece una comunicación más pausada, a lo largo del tiempo, hasta que comprende que la obra necesita ser, en palabras del artista, «reintervenida». Así, podemos encontrar piezas firmadas dos, hasta tres veces, con diferentes fechas y diferentes capas de trabajo. Accidentadas de varias maneras y en reiteradas ocasiones, se convierten en palimpsestos pictóricos que se enriquecen con cada «reintervención».

    En un momento dado, Gustavo me conduce a través de un pequeño pasillo hacia otra parte del estudio. Descubro una agradable estancia en la que encuentro obras suyas que no se han expuesto nunca. Me atrae especialmente una, un tríptico articulado en madera que, como el Jardín de las Delicias de El Bosco, se puede abrir y cerrar. Gustavo me explica por qué no he visto estas obras antes: «Son piezas que hago para mí mismo; porque siento que he de hacerlas: hay una necesidad de transmitir lo que plasmo en ellas. Luego no las expongo, ni las difundo, pero me gusta tenerlas a la vista porque cuando las observo vuelvo a conectar con ellas y es bueno recordar las sensaciones que me llevaron a realizarlas». Estas piezas, que nacen de una necesidad pura, me parecen muy íntimas por esa conexión que establece cuando las mira y comprendo que no estén a la vista, sino resguardadas, protegidas, y, de algún modo, ocultas.

 

    Al lado de esta habitación, hay otro espacio: un modesto cuarto con una estantería colmada de libros de arte, literatura, metafísica y espiritualidad y una mesa con un ordenador. Al girarme, descubro una pequeña estantería a mi espalda. A cada lado del mueble hay una columna corintia y sobre la primera balda, que queda a la altura de mis manos, veo un libro abierto con una pequeña espada encima. A su lado, varios cráneos de animales, más velas y dos pequeñas torres de cuadernos. Entonces comienzo a leer el libro que custodiado por la espada y me doy cuenta que se trata de la Biblia, en concreto, el evangelio de San Juan. Este apóstol fue uno de los más sensibles y su forma de escribir era, en comparación con el resto de evangelios, la más poética y mística. Es considerado también el padre de la teología mística cristiana, que plantea la idea de que el alma se compone de tres potencias, memoria, entendimiento y voluntad –idea que ya aparecía en Platón-. La espada también se trata de otro símbolo hermético y representa varios binomios, como el mundo terrenal y espiritual o el orden frente al caos. Estas dicotomías las hemos visto en las obras de Gustavo, en esos paisajes desolados por la vida, como en la serie De burócratas o padrinos, o en esos individuos que andan ordenadamente sin tener un destino en Camino equivocado al cielo, aunque tal vez es en la serie Como es arriba es abajo donde se puede apreciar mejor esta influencia de la simbología dual hermética y esta búsqueda de la divinidad desde lo interno.

    Sigo indagando sobre los objetos en esta pequeña estantería y pregunto a Gustavo sobre los cuadernos que se amontonan. El artista me los muestra y descubro un universo oculto, casi paralelo, a la obra que conozco de Díaz Sosa: dibujos rápidos, bocetos de ideas que luego ha retomado en su producción, como los icónicos caballos de la serie ¡Arde Troya, arde! o las torres de Huérfanos de Babel, apuntes sobre Kafka o Dante Alighieri junto a dibujos de sus viajes o momentos cotidianos. Los cuadernos están salpicados de textos y anotaciones; a veces son números de teléfono o recordatorios de tareas, pero otras son escritos que no sabría clasificar: ¿Cartas? ¿Pensamientos? ¿Ideas sobre las que trabajar? En un último vistazo a uno de los cuadernos veo un intrigante dibujo abocetado de unos montones de tierra conectados por enormes tuberías y a un lado puedo leer: «Nuevas formas de creer en Dios».

    Al cerrar el último cuaderno levanto la cabeza y encuentro un grueso trozo de madera de tamaño mediano en el que se puede ver el dibujo de una calavera de influencias expresionistas con una leyenda en latín: «Memento Mori» (recuerda que morirás). Este dibujo de Gustavo aglutina gran parte de la simbología que podemos hallar en su trabajo, un recordatorio persistente de nuestra mortalidad, sin restar un ápice de valor a nuestro triunfo como civilización humana. Mi sorpresa viene cuando Gustavo me indica que se trata de una de sus piezas giratorias y me muestra la otra parte, que contiene un dibujo abocetado de un personaje, ataviado con una túnica, que se encuentra de pie frente a una especie de pozo que va a parar a una cripta. De nuevo el viaje al interior de la Tierra, de nuevo V.I.T.R.I.O.L . Este pedazo de madera contiene, sin duda, la esencia de la producción del artista.

    Abandonamos esta estancia y mientras nos dirigimos a la sala diáfana, cavilo sobre la trayectoria de Díaz Sosa, que posee una evolución coherente, no solo en cuanto al aspecto técnico, sino también conceptual y temático. En las obras de los últimos diez años, aproximadamente, se pueden encontrar desde escenas semidesérticas, sin apenas presencia humana, hasta unos primeros grupos de personas congregadas en torno a una gran nada. Pronto aparecen las primeras estructuras, parecidas a andamiajes, hasta evolucionar a construcciones de carácter industrial. Después, elementos arquitectónicos, como escaleras, dieron paso a los primeros edificios, como torres o pirámides, hasta llegar a complejos y misteriosos inmuebles. Estos espacios reflejan una búsqueda interior y personal del artista: «No pretendo seducir al público con obras impactantes. Estas piezas son el resultado de mi pretensión por hallar respuestas a cuestiones internas». Paisajes interiores -en ocasiones oníricos, ya que muchas veces el artista sueña con estos lugares-, escenografías del inconsciente, que el pintor plasma en el lienzo y que universalizan las inquietudes del creador: «Se trata de la situación de búsqueda en la que me encuentro, intentando desprenderme del mundo terrenal para ascender en otros planos interiores. Y, como yo, está toda la humanidad: algo nos rechina, algo falla…  Sentimos ansiedad, estrés, depresión… Nos dicen qué tenemos que hacer y por dónde debemos ir y no nos damos cuenta de que las respuestas que anhelamos y que nos harían libres no están ahí fuera, sino dentro de nosotros mismos». Estos no-lugares -como los definiría Marc Augé- poblados por figuras humanas critican, en definitiva, la búsqueda material a la que estamos sometidos. De ahí la universalidad de las obras de Gustavo Díaz Sosa; cuando alguien se encuentra frente a frente con un lienzo del artista lo hace suyo y puede sentir que está hablando de algo que le atañe. La invitación de Díaz Sosa a salir de la zona de confort en la que vivimos encapsulados se hace personal al hablarnos desde su propia experiencia. Sus trazos cargados de sinceridad, sus lienzos accidentados, las palabras e ideas que anota en los cuadros, el proceso manual que imprime a cada obra… hablan de emociones colectivas y de una búsqueda existencial presentes en nuestro día a día.

    De nuevo en la gran sala que me recibió a mi llegada, pregunto al artista sobre su relación con la arquitectura y la presencia en su pintura y me revela que para él la arquitectura es un compendio de conocimientos que refleja sus intereses personales: «Para que una arquitectura se sostenga correctamente, necesita regirse por una serie de cálculos matemáticos y atender a unas proporciones, pero también atiende a ciertos aspectos religiosos. Todo tiene un por qué y un para qué. Al estudiar la historia de la arquitectura sorprenden las conexiones espirituales que la rodean».  No se puede obviar el halo espiritual que rodea toda la producción del pintor, que dice considerarse gnóstico. Gustavo es un pensador y buscador insaciable, cuyo afán de conocimiento le lleva a leer desde física cuántica hasta teúrgia y ciencias ocultas, sin desdeñar cualquier información que aborde aquello que existe pero no se sabe por qué, lo que se puede demostrar pero no se conoce su origen.

    Al volver a observar los lienzos que reposan en el estudio, esperando ser expuestos o, en algunos casos, reintervenidos, me fijo en sus blancos, negros, ocres… la gama cromática que utiliza Gustavo es dramática adrede para dar pie a esas atmósferas de caótica quietud en las que la humanidad es llamada a buscar la libertad dentro de sí misma. Eso sí, tal y como advierte el artista, su propuesta es tan solo una opción para reflexionar sobre el momento que vivimos, en ningún caso quiere imponer una visión: «Hay tantos caminos para llegar a la Verdad como almas en la tierra, pero Verdad solo hay una» –dice aludiendo al título de una de sus piezas-. El camino es individual y cada uno debe hacer el suyo y no uno impuesto».


    Partiendo, en su caso, de un largo camino interior, que en ocasiones incluso recuerda al eterno cuestionamiento de Miguel de Unamuno sobre la existencia de Dios y la necesidad de éste, la obra de Díaz Sosa continúa evolucionando a medida que él mismo, como persona, como artista, avanza. A menudo el pintor se ve reflejado en las muchedumbres que pueblan sus lienzos y confiesa, mientras acaricia la cabeza de Nico, que no sabe qué hay al final de esas escaleras infinitas, ni en el interior de esas arquitecturas eclécticas o detrás de esas grandes construcciones que empequeñecen al ser humano, pero sí sabe que ha recorrido un camino que le ha llevado ante estos no-lugares y quiere averiguar qué esconden. Admite que ya está madurando nuevas obras, nuevos paisajes interiores, pero aún no es el momento de llevarlos al lienzo.

    Gustavo asegura que siente paz en esta etapa, una armonía que se desprende del conocimiento de sí mismo causado, en parte, por la propia experiencia de la vida y por la acumulación de conocimientos y búsqueda de información que le caracteriza. Y paz es lo que siento en el estudio, mientras hablo con él, mientras las obras que me rodean me piden atención para dialogar conmigo y mientras Nico, con dulzura, me ofrece su cabeza para que le acaricie.

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