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Gustavo Díaz Sosa. “El golpe moral registrado”.

Carlos Jover

 

Una nueva forma de pintar es escribir sin atenerse a la gramática, cargando las formas –que de por sí, solas, son inocentes- de dinamita literaria, generando no obstante un artefacto –ahora está de moda llamar así a lo que todavía no tiene casilla en el archivador de la enciclopedia- que está más allá del limbo narrativo –esa emboscada contra el intelecto para el que contamos con el dispositivo reductor del que hablara Aldous Huxley en “Las puertas de la percepción”- y que limita por todas partes con todas las demás artes pero que en el fondo sólo se toca, o más bien roza –porque estamos entre caballeros-, consigo mismo.

 

El discurso moderno en arte, a principios del siglo pasado, propugnaba por alcanzar un lenguaje autónomo que nada debiera a otras disciplinas. Eso condujo, entre otras estaciones, al nihilismo, puesto que la carne sin sangre siempre se ha orientado hacia la putrefacción. Otra de las estaciones a la que arribó fue aquella que protagonizó el lenguaje autónomo de la muerte y el terror, entregados a su libre albedrío, y que dio pie a las dos guerras mundiales. Pero de aquella brutal experiencia también surgió la reacción de superación, y sobre todo el acuerdo unánime de que siempre es mejor lo que surge de la unión que lo que lo hace de la separación. Y eso vale también para los postulados del arte.

 

Gustavo Díaz Sosa es artista de esta era. Rabiosamente contemporáneo y cubano, curiosamente su método de análisis de la realidad entronca con la visión centroeuropea que nace en Kafka y que después se diversifica en las variadas reflexiones que se han ido dando en torno al Poder totalitario y ciego, la relación del individuo con el Estado y con la sociedad de masas, los esfuerzos tántricos para erigir torres de Babel que desmitifiquen el cielo o la aceptación de la  muerte en la mesa como una tertuliana más. De esa tradición artística centroeuropea que explosiona tras las contiendas, con Joseph Beuys y Anselm Kiefer como primeros referentes, extrae Díaz Sosa el utillaje, la libertad del trazo y de la mancha, la reverberación simbólica de los escenarios gastados y en progreso hacia la ruina -ese proceso de las cosas humanas, por cierto, que Borges definió tan bien en aquellos dos versos: “La meta es el olvido./ Yo he llegado antes”.

 

Me subyugan los paisajes kafkianos de burócratas reunidos en la serie “El proceso, según cuenta K.”. La ley, creada por el hombre para preservar sus derechos legítimos, ha tomado vida propia y se ha convertido en el principal obstáculo para que aquel conserve sus derechos, porque ahora quien tiene por encima de todo derecho es precisamente la ley y sus sacerdotes. Los paisajes pavorosos, escenarios en los que se ha desplegado “el proceso”, también sacuden nuestro interior en las series “Caer hacia arriba”, “Y sin embargo vuela” o “Huérfanos de Babel”. Siempre esa tristeza sepulcral, como de mausoleo, que las grandes y decrépitas estructuras funcionales, fábricas con elevadas chimeneas, mataderos industriales, acumulaciones urbanísticas que no despejan el anonimato de la ecuación de la muerte, expanden en derredor desde su desprecio hacia el individuo particular que en la intimidad sabemos que sólo somos.

 

Gustavo Díaz Sosa utiliza la perspectiva para hablar del Poder, un recurso inteligente en manos de un artista como él. El punto de fuga, sin embargo, más parece un punto de encierro, pues la agonía crítica a la que somete al espectador capaz de leer las distintas capas de lectura que sus obras poseen no deja espacio para la neutralidad, para la huída. Trazos negros que dibujan la gramática de la desolación arquitraban toda la estructura compositiva, que después de ese diseño principal admite la sangre y la tierra como elementos cromáticos. El golpe final, el golpe moral registrado, nada deja en pie que se sustraiga a este envite. Como toda obra grande, su huella se siente indeleble y portentosa. Y como crece en estos momentos, ya que Gustavo Díaz Sosa acaba de llegar, como quien dice, y no piensa irse pronto, la geografía de nuestra historia del arte, y de nuestra forma de ver y comprender el mundo, está pendiente de lo que él nos desvele. Estoy seguro que sólo callará cuando el mundo esté a salvo, y eso, me temo, nunca ocurrirá.

 

Carlos Jover

Palma de Mallorca. Abril, 2013.

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